Los hijos que parten con la aurora, ¿adónde van?
¿Qué misteriosa llamada no han podido resistir sus jóvenes destinos? ¿Qué
hicieron ellos con nuestro amor y con sus plegarias?
La noche ilógica no dejó que el alba diera a luz el día. Apenas unos pasos
separan a veces la cuna del abismo. El tiempo es corto entre la sonrisa que lo
arrullaba todavía ayer, y el cielo tabicado de una tumba.
El río no hallará nada de todo lo que le prometían sus sueños: la caricia ruda
de las rocas, los besos de las hierbas y las hojas, el galopar por la cumbre de
la montaña y por el raso indolente de los prados. -Apenas nacido, el océano ya
lo ha tragado.
Los hijos que parten con la aurora nos dejan con nuestros besos perdidos y con
el peso de nuestro cariño inútil. Nos dejan con ese amor que nos tritura, que
arrastra sus cruces y pesares. -Nuestros besos perdidos y nuestras amarguras
que, éstos sí, jamás nos abandonan.
Y se nos dice: «La vida sigue y sigue. Tenemos que seguir también con ella».
Pero nosotros, con la obstinación de pobres gentes que nada entienden del fragor
de su futuro aniquilado, nosotros nos preguntamos: «¡Qué importa el camino que
lleva hasta la tarde si hemos de marchar sin nuestro hijo!».
Aquél que roba nuestros hijos, roba también el sabor de los frutos del jardín
de la tierra, roba la esperanza de las estrellas y la calma de las horas. Y
hace del cielo un mármol frío donde yacen nuestras súplicas. Nuestras súplicas;
¿quién las oye? ¿Quién las oirá jamás?
Si el cielo oyera
las plegarias de una madre, el mármol se quebraría y su hijo volvería.
Los hijos que parten con la aurora, ¿lloran pensando en nosotros? ...¡No!,
¡escuchadme!; detrás del velo, los hijos sonríen. ¡Ya no tienen miedo, ya no
sufren más! A las puertas del cielo dejaron sus lágrimas, las abandonaron en
nuestras mejillas. Allá arriba, los hijos sólo saben reír. El reír de los que
juegan con las estrellas, de los que juegan a trapecistas con el arco iris. No
se llora cuando se juega en las dunas de las luces que ondean hasta el
infinito, cuando se sabe que el infinito no desemboca en la nada, sino en otros
horizontes, en otro azul, en otros cantos, en otros amores.
El tiempo de los
ángeles es más corto que el de los hombres, porque los ángeles no tienen aquí
su casa. Por eso son ellos viajeros de la aurora.
Cuando pases la frontera de las lágrimas y de la rebeldía, entrarás en la
claridad que ese ángel te ha dejado y que tú sigues sin ver. Entonces crecerás
hasta alcanzar la hora que te lleve a él.
¡Vuestros hijos son felices! Juegan a la rayuela en las calles del cielo, pero
en su rayuela ya no hay infierno. ¡Son felices! Corren riendo por la movediza
arena azul del firmamento. Su paso no es indeciso, ni dudoso su vuelo por
encima de los rabiosos océanos, de los torrentes y volcanes, por encima del
estuario del tiempo por donde van nuestros destinos.
Vuestros hijos os
hablan. ¿No los oís? Ellos os dicen:
«Si me amáis, no dudéis que sigo vivo. ¡Estoy
vivo!
¿No sientes que mi mano acaricia tu rostro?
¿No sientes en tu pelo el
aliento de mis besos? No hay ningún cariño inútil, ninguno de tus besos se ha
perdido; yo los recojo. ...Ahora soy yo el que vela por ti:
La vida es una
cuna y somos nosotros, vuestros hijos del allá, los que nos inclinamos sobre
vosotros. Cuando ya no te sientas angustiado, entonces por fin entenderás mi
voz».
Los hijos que parten con la aurora no son hijos de la noche; están en el
corazón del día. -Para nosotros, las estaciones desaparecen y creemos que nos
arrastran hacia la tarde, hacia un horizonte de pobres esperanzas. No vamos
hacia la tarde, sino hacia la aurora de nuestros hijos. Ellos nos esperan
puesto que nunca nos dejaron. En la aurora de nuestros hijos está ya nuestra
propia eternidad.
Víctor Hugo
Víctor Hugo
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