Nuestra sociedad, en general, arrastra a las personas a un bienestar a menudo ficticio. Es como si no pudiéramos salir del papel de ser eternamente jóvenes, optimistas y felices.
Con frecuencia, aparentamos estar bien para que los demás no se sorprendan, se espanten y huyan de nosotros. Esa censura imperante de las emociones está tan arraigada que, al final, nos es difícil a nosotros mismos saber lo que sentimos.
Nos hemos hecho a la idea, desde pequeñitos, que nos van a querer más si somos buenos, alegres, obedientes, si no nos enfadamos y estamos siempre dispuestos a mostrarnos complacientes y contentos.
Algunas veces nos sentimos así, en paz con nosotros mismos y el mundo, pero simplemente por el hecho de vivir y ser humanos bulle en nuestro interior un volcán de sentimientos que la “sociedad” no considera políticamente correctos.
Todos guardamos secretos, sentimos envidia, tenemos arrebatos… Algunos somos de naturaleza intolerante, inflexibles, cobardes, depresivos o cualquier cosa que se nos ocurra y no queramos mencionar en alto.
Cuanto más reprimimos esa parte de nosotros mismos que tanto nos disgusta más fuerza le damos. Qué contrasentido que nos avergüence ser plenamente humanos, ¿verdad?
He descubierto que mi parte menos favorecedora y oculta se suaviza cuando la miro con cariño, cuando no la odio por existir y le permito formar parte de mi sin apabullarla.
Si hay miedo, lo hay, para qué negarlo, si me siento humillada procuro darle un espacio a mi humillación, igual que a mi ira, si descubro mi avaricia, le sonrío…
De esa manera, no sé, voy recobrando cierta calma.
De esa manera, no sé, voy recobrando cierta calma.
No me sale a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera. Me suelo encerrar, primero, con siete llaves para no ver, irascible con los demás y con la vida. Hasta que me rindo y pido ayuda a mi parte sabia, la que siempre me mira con cariño. Ella me quiere sin condiciones, no menosprecia la loba salvaje o la gacela asustada que llevo dentro.
En susurros me dice que todo lo que es, es y está bien que así sea. No importa si me siento mal, débil, vulnerable, prepotente o tonta… Todo eso también forma parte honorable del ser, como la valentía, la alegría, la fortaleza, la humildad o la sabiduría. Solo que esa parte que rechazamos necesita más mimos, más caricias, más luz. Aunque nos grabemos el programa de espiritualidad en la mente, no vamos a conseguir ampliar la mirada si no amamos lo que somos, lo que sentimos, sin discriminar nada.
Merce Castro Puig
LIBROS: "VOLVER A VIVIR"
Merce Castro Puig
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