Amor. Sufrimiento. Podría parecer que ambas palabras no tienen
nada en común. Nada más lejos de la
realidad. Todos nosotros hemos podido
comprobar que van íntimamente unidas.
Se es feliz cuando se ama y parece que la palabra
sufrimiento no tenga cabida en esta situación, pero en el amor también hay
miedo a la perdida y esto nos provoca un sufrimiento infinito. Tenemos miedo a no aprobar unos exámenes, a
no conseguir un puesto de trabajo, a perder el amor de alguien muy importante
para nosotros y sobre todo a ver morir a un ser querido.
Y todo esto nos hace sufrir y creemos que sólo
sufriendo mucho, demostramos cuanto queríamos a aquellas personas que hemos
perdido.
En nuestro planeta hay otras culturas en las cuales
el hecho de la muerte de un ser querido lo viven con alegría y organizan
festejos para despedir con todo su amor a esa persona amada.
En nuestra cultura esto no es así y quizás por ese
motivo, ya al nacer, llevamos en los genes el temor al sufrimiento, por la
pérdida de aquello que amamos. ¿Quién de
nosotros no ha visto a nuestros padres y abuelos sufrir, durante años, la
pérdida de sus personas queridas en un duelo interminable? Siempre tristes, sin concederse siquiera
mostrar ningún signo de alegría, siempre en la creencia que así se demuestra
mejor cuanto se ama al ser que nos ha dejado.
Esta creencia pasa de generación en generación y
ese comportamiento queda grabado en la personalidad de los más pequeños que, al
crecer, proyectan a su vez esos esquemas en sus descendientes.
Bien es verdad que algunas cosas han cambiado, que
ya no vestimos ropas y velos negros durante años y más años pero, aún así,
continua la creencia de que, si no estamos las 24 horas del día machacándonos
con nuestro sufrimiento, es como si no quisiéramos a esa persona que tan
importante era para nosotros. Y,
queridos amigos, yo también he creído esto durante bastante tiempo. Me dolía sonreír porque al hacerlo creía que
estaba olvidándome de mi hijo y fallándole como madre. Y he creído esto porque
el sufrimiento desmedido aletarga nuestra mente y nos va atrofiando y nos hace
ver cosas que no son. Pero poco a poco
he ido entendiendo que mi amor por mi hijo está por encima de todo y que él
estará orgulloso de que haya dejado el dolor a un lado y que el tiempo que
dedicaba a ese dolor, inútil y estéril, lo utilice para amarle y recordarle con
todas las fuerzas que soy capaz. Y lloro
cuando me siento triste pero, también río, cuando algo me hace reír y tengo ilusión por vivir el tiempo que me
quede. Y no me siento culpable por ello,
al contrario. Me siento feliz porque eso
le hace feliz a él allí donde esté. Y
siento también que, en todo momento, él está a mi lado y me ayuda cuando le
necesito. Por eso creo con toda sinceridad
que no se ama más porque se sufra más.
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