Debes haber fracasado rotundamente a
algún nivel, o haber experimentado una pérdida seria o un dolor, para sentirte
atraído por la dimensión espiritual. En este mundo, es decir, en el nivel de
las formas, todo el mundo “fracasa” antes o después, y todas las realizaciones
acaban convirtiéndose en nada. Todas las formas son impermanentes.
En cuanto la mente juzga que un estado o
situación es “bueno”, le toma apego y se identifica con él, tanto si se trata
de una relación, como de una posesión, un papel social, un lugar, o tu cuerpo
físico. La identificación te hace feliz, hace que te sientas bien contigo
mismo, y ese estado o situación puede llegar a convertirse en parte de quien
eres o de quien crees ser. Pero nada es duradero en esta dimensión donde la
polilla y el orín consumen. La situación acaba, o cambia. La misma situación
que antes te hacía feliz, ahora te hace desgraciado. La prosperidad de hoy se
convierte en el consumismo vacío de mañana. La boda feliz y la luna de miel se
convierten en un doloroso divorcio o en una convivencia infeliz.
Cuando el estado o situación con el que
la mente se ha identificado cambia o desaparece, ésta no puede aceptarlo. Se
apegará al estado que ha desaparecido y se resistirá al cambio.
Las cosas y los estados pueden darte
placer, pero no te darán alegría. Nada puede darte alegría. La alegría no tiene
causa, surge desde dentro como la alegría del Ser. Es parte esencial del estado
de paz interior, del estado llamado la paz de Dios.
No ofrecer resistencia a la vida es
estar en un estado de gracia, tranquilidad y ligereza. Este estado no depende
de que las cosas sean de cierta manera, buenas o malas.
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