Se preguntará: ¿Nos ven los muertos? ¿Oirán lo que decimos?
Indudablemente nos ven en el sentido de que están siempre conscientes de nuestra presencia, de que saben si somos felices o desdichados, pero no oyen las palabras que pronunciamos, ni son conscientes, en detalle, de nuestras acciones físicas. Un momento de pensar nos demostrará cuáles son los límites de su poder para ver. Ellos habitan en lo que hemos llamado el “cuerpo espiritual” un cuerpo que existe en nosotros y es aparentemente un duplicado exacto del cuerpo físico; pero mientras estamos despiertos, nuestra conciencia se enfoca exclusivamente en el último. Hemos dicho ya, que, así como la materia física se relaciona solamente con el cuerpo físico; así también la materia del mundo espiritual es perceptible únicamente por aquel cuerpo superior. Por consiguiente, lo que el muerto puede ver de nosotros es solamente nuestro cuerpo espiritual al cual, sin embargo, reconoce fácilmente.
Cuando estamos lo que llamamos dormidos, nuestra conciencia usa ese vehículo, y entonces estamos despiertos para el muerto; mas cuando transferimos nuestra conciencia al cuerpo físico, le pertenece al muerto que dormimos, puesto que si bien nos mira él aún, ya no le hacemos caso ni podemos comunicarnos con él. Cuando se duerme alguna persona, nos damos perfecta cuenta de su presencia, pero por el momento no podemos comunicarnos con ella. Precisamente igual es la condición de un ser viviente (cuando se halla despierto), ante los ojos del muerto. Generalmente, por no poder recordar en vigilia lo visto durante el sueño, sufrimos el engaño de creer que hemos perdido a nuestro muerto; más ellos jamás se engañan creyendo habernos perdido, puesto que continuamente pueden vernos. La única diferencia para ellos consiste en que nosotros estamos con ellos durante la noche, y ausentes durante el día, mientras que cuando habitaban con nosotros en la tierra, sucedía exactamente lo contrario.
Ahora bien, esto que, según San Pablo hemos estado llamando el “cuerpo espiritual” (se denominaba usualmente el cuerpo astral), es especialmente el vehículo de nuestros sentimientos y emociones; por consiguiente, lo que con más claridad se le muestra a los muertos, son nuestras emociones y sentimientos. Si estamos contentos lo comprenden instantáneamente, aunque no conozcan la causa de nuestra alegría; si estamos tristes, inmediatamente se dan cuenta de ello y comparten nuestra tristeza sin saber la causa de ella.
Todo esto es, por supuesto, durante nuestras horas de vigilia; cuando dormimos, conversan con nosotros como antes acostumbraban en la tierra.
Aquí, en nuestra vida física, podemos disimular nuestros sentimientos; en aquel mundo superior, esto es imposible porque se hacen visibles instantáneamente.
Como tantos de nuestros pensamientos versan sobre nuestros sentimientos, la mayoría son muy perceptibles en aquel mundo; pero el pensamiento abstracto aún queda oculto.
Dirás que todo esto tiene muy poco parecido al cielo y al infierno que nos describían durante nuestra infancia; sin embargo, resulta que ésta es la realidad que se ocultaba tras de todos aquellos mitos. En verdad, no existe infierno alguno; no obstante, ya se comprenderá que el borrachín o el sensualista pueden prepararse para sí algo que lo imita con bastante fidelidad; sólo que no es perpetuo; dura únicamente hasta que a ellos se les agotan los deseos; pueden en cualquier momento terminarlo, si tienen suficiente fuerza y juicio para dominar tales apetitos terrestres y elevarse por encima de ellos.
Esta es la verdad implícita en la doctrina católica del purgatorio, la idea de que, después de la muerte, las malas tendencias del hombre deben extinguirse por medio de cierta cantidad de sufrimiento, antes de que sea capaz de gozar la gloria del cielo.
Existe una segunda y más alta etapa de la vida después de la muerte, que corresponde bastante de cerca de un concepto racional del cielo. Se logra aquel nivel superior cuando todo anhelo inferior o egoísta haya desaparecido en absoluto: entonces pasa el hombre a una condición de éxtasis o de suprema actividad intelectual, según las líneas en las cuales haya fluido su energía durante su vida terrestre. Aquello es para él un período de la más suprema bienaventuranza, un período de muchísima comprensión, de mayor aproximación a la realidad. Pero esta dicha alcanza a todos, no solamente a los especialmente piadosos. En modo alguno debe verse como premio, sino solamente como el inevitable resultado del carácter cultivado en la vida terrestre. Si un hombre se siente lleno de desinteresado amor intelectual o artístico, el inevitable resultado de tal desarrollo será este goce de que hablamos. Que se recuerde que todas éstas no son sino etapas de una vida, y que así como la conducta de un hombre durante su juventud, le proporciona las condiciones que gobiernan su madurez y su vejez, así la conducta de un hombre durante una vida terrestre determina su condición durante tales estados sucesivos. ¿Es eterno este estado de gloria? –me preguntas -. No, porque como he dicho, es el resultado de la vida terrestre, y una causa finita jamás puede producir un resultado infinito.
La vida del hombre es mucho más larga y mucho más grande de lo que tú te has imaginado. La Chispa que ha emanado de Dios tiene que volver a Él; y estamos todavía muy lejos de esa Divina perfección. Todavía se desenvuelve porque la evolución es la ley de Dios, y el hombre crece, despacio y constantemente, así como todo lo creado. Lo que comúnmente se conceptúa como la vida del hombre no es, en realidad, sino un día de su verdadera vida.
Tal como en esta vida ordinaria el hombre se levanta diariamente; se viste y sale a su trabajo cotidiano, y después, al anochecer, se desnuda para descansar; y luego, a la mañana siguiente, se levanta para continuar su trabajo en el punto en que lo dejó, así también cuando el hombre entra a la vida física se viste del cuerpo físico, y cuando termina su trabajo se quita aquel vestido una vez más, en lo que tú llamas la muerte, y pasa al estado de descanso, el cual he descrito ya; y cuando acaba de descansar, se pone una vez más el vestido del cuerpo y sale otra vez, para empezar un nuevo día de la vida física, continuando su evolución desde el punto mismo en que la había dejado. Y ésta, su larga vida, dura hasta que alcanza la meta de la Divinidad, conforme al esquema de Dios.
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