El dolor que experimenta una familia tras la muerte de uno de sus miembros
se incrementa hasta niveles casi insoportables cuando ésta se ha producido por
un suicidio. Las muertes violentas, y en particular el suicidio, son
las más difíciles de aceptar. Se buscan explicaciones, se pretende
encontrar culpables, no se sabe cómo mitigar una angustia que se muestra
aturdidora.
El efecto del suicidio en la familia constituye una tragedia devastadora
que provoca serios destrozos en la vida de los sobrevivientes, introduciéndoles
en un duelo, por regla general, muy traumatizante y prolongado. Sobre todo en
el caso de las madres, al tener más interiorizado su papel tradicional de
cuidadoras, encuentran muchas dificultades para entender que sus desvelos, sus
cuidados, sus intentos de protección y sus esfuerzos de contención hayan sido
ineficaces a la hora de evitar la tragedia.
Por otra parte, la mayoría de las familias viven el suicidio como
un verdadero estigma que les llena de vergüenza y que no les es fácil
sobrellevar. Y esto parece ser así incluso aunque desde el entorno se evite
todo señalamiento negativo y se les trasmita todo el apoyo posible. Así, en
ocasiones, se busca enmascarar una realidad extremadamente dolorosa y se
fabrica un verdadero tabú respecto a lo que en verdad le ocurrió a la
víctima, ocultando la causa real de la muerte. No deja de ser una forma de
protección de algo que no se quiere aceptar porque resulta más amenazante de lo
que uno está dispuesto o capacitado para soportar.
Aquel terapeuta que pretenda ayudar a la familia para superar de manera
adecuada el proceso de duelo por un suicidio necesita manejar una serie de
pautas terapéuticas para facilitar la evolución psicológica de los familiares
en las diversas etapas y evitar así la aparición de duelos patológicos.
Pero conviene entender que no existen panaceas ni remedios infalibles. Cada
ser humano es distinto y reacciona ante un mismo evento de manera original. Y,
por otra parte, es evidente que el impacto no será el mismo para los hijos del
suicida que para sus hermanos, padres o pareja.
Algunos principios generales de intervención inmediata en los casos de
suicidio serían los siguientes:
1.- Acompañar a la familia en algunas tareas fundamentales:
- Reconocimiento
compartido de la realidad de la muerte y del modo
como ésta se produjo (confrontación directa, ritos funerarios, visitas a
la tumba…)
- Experiencia
compartida del dolor y la pena. Será preciso
captar, comprender y respetar la expresión de sentimientos complejos y
contradictorios (ira, decepción, desamparo, alivio, culpa…) presentes, en
mayor o menor grado, en las relaciones familiares tras haberse producido
el hecho luctuoso.
- Reorganizar
el sistema familiar reestructurando
las relaciones para compensar la pérdida.
- Abrirse
a nuevas relaciones y
vivir abiertos a nuevas metas en la vida. En el proceso de duelo (un año o
dos como mínimo) cada estación, cada fiesta o acontecimiento evoca la
pérdida. Habrá que evitar que la idealización del muerto, la sensación de
deslealtad o el miedo a otras pérdidas impida contraer nuevos vínculos o
empuje a abandonar compromisos.
2.- Trabajar para atemperar el sistema impulsivo y preparar a los más
jóvenes para que sean capaces de tolerar las inevitables frustraciones
que acompañan a toda vida humana. Es importante ayudarles a entender
que el sufrimiento, el fracaso en el logro de objetivos, las contrariedades y
los conflictos son experiencias dolorosas con las que es preciso contar.
Deben, por lo tanto, ser integradas como componentes inevitables de la vida y
pueden ser manejadas de forma constructiva sin dejarse arrastrar por los senderos
sombríos de la autoaniquilación.
3.- Ayudar a la familia para que comprenda que el suicidio estuvo
relacionado con la enfermedad y no con fallos en los que,
inevitablemente, ellos hubieran podido incurrir. Parece que explicar la muerte
por suicidio como un síntoma de una enfermedad mental puede disminuir el riesgo
de la imitación, mecanismo que, según se ha comprobado, puede inducir a algún
otro miembro de la unidad familiar a seguir el mismo camino que el suicida.
4.- Separar la forma de la muerte del muerto mismo. J. Montoya Carrasquilla subraya que en
la muerte por suicidio es preciso separar la forma de la muerte del muerto
mismo; hay que rescatar al occiso de la forma en que ha muerto, diferenciar su
vida del modo de morir. Conviene hacer esa distinción para que se produzca el
proceso de sanación. Es preciso hacer aflorar el convencimiento de que lo que
realmente importa no es la manera como murió el ser querido, sino el hecho de
que ya no está. Por lo tanto el trabajo terapéutico de recuperación y de duelo
debe hacerse por su ausencia y no por su modo de morir.
5.- Conocer la estructura global de la familia y la posición funcional de
la persona que muere. Si eso es importante, en general, para todo aquel que pretende ayudar
a una familia, y fundamental para quien se propone hacerlo con quienes han
perdido uno de sus miembros, se convierte en imprescindible cuando el muerto lo
es por suicidio. Pretender tratar todas muertes del mismo modo constituye un
craso error. Fundamentalmente porque no basta con orientar la ayuda, de acuerdo
a nociones corrientes de duelo, a la expresión abierta del dolor. Es preciso
conocer el modelo de relación que utiliza la familia, su grado de cohesión, el
tipo de comunicación más o menos sano que mantienen entre sí sus integrantes y
que mantenían con el difunto, el papel más o menos relevante que éste
desempeñaba, su posible función como mantenedor homeostático de la estructura
familiar, etc., etc…
6.- Ayudar a vencer los mecanismos de negación. Es importante también que el terapeuta
tenga un buen control de su propia emotividad y acompañe a la familia para que
ésta vaya logando superar sus naturales mecanismos de negación. Parece
conveniente (Bowen) no rehusar términos directos como “muerte”, “morir”,
“enterrar” o “suicidio”, evitando otros menos directos como “el que se fue”,
“el que ya no está”… La utilización de expresiones claras sirven para señalar
que se es capaz de hablar con naturalidad de este tema por más doloroso que
resulte y ayuda a los demás a sentirse cómodos y a abrir sistemas emocionales cerrados. Los
vocablos alusivos pretenden suavizar la realidad de una muerte traumática, pero
contribuyen a la confusión y a no enfrentarse a una dolorosa realidad que no
deja de existir por más que se pretenda edulcorarla o enmascararla.
7.- Facilitar la expresión de los sentimientos. Una acción terapéutica fundamental
es permitir la expresión del dolor estimulando sus manifestaciones sobre todo
en aquellos familiares que tratan de mantener un control excesivo sobre sus
emociones.
8.- Priorizar el duelo. En el trabajo con familias que deben abordar duelos difíciles es
importante ayudarles a “priorizar el duelo”, algo así como “establecer una
jerarquía de dolientes” que impida la usurpación del dolor por parte de
familiares que, no siendo los más afectados, tienden, debido a su peculiar
personalidad, a comportarse como si fueran los que más sufren restando
protagonismo y atención a quienes verdaderamente más la necesitan. Habrá
que hacer un trabajo de contención de las personalidades histriónicas que, como
se dice popularmente, desearían ser el niño en el bautizo, la novia en la boda
y el muerto en el entierro. Es importante lograr la solidaridad de toda la
familia para que brinde su apoyo emocional al “doliente priorizado” (padre,
madre, esposo/a, hijos…) incrementando así sus actitudes altruistas y su
disposición de acompañamiento a quien realmente es más menesteroso.
9.- Adquiere una especial importancia el apoyo a la familia respecto al
manejo que ésta debe hacer de los sentimientos de culpabilidad. A
este respecto convendría tener en cuenta:
- Que la
culpa es una fase habitual por la que pasan todos cuantos pierden
un ser querido. Es conveniente ‘normalizar’ este sentimiento y vivir como
algo natural el hecho de preguntarse qué se hizo mal o qué se dejó de hacer
bien.
- Que,
aunque se produjo en ese determinado momento, el suicidio pudo
también haber ocurrido antes y si realmente no sucedió así en ello
tuvieron mucho que ver los desvelos y los cuidados que
generosamente brindó en su momento la familia. Es este un aspecto que
conviene destacar.
- Que si
el propio suicida jamás deseó padecer la enfermedad que le llevó a la
muerte, tampoco tiene ninguna lógica cargar sobre las espaldas de la
familia, del médico, del psicólogo o del psiquiatra una decisión que ni
desearon, ni alentaron.
La familia tendrá que entender que no era fácil, ni posible evitar lo que
finalmente sucedió. El ser humano acaba haciendo lo que desea y nadie se lo
puede impedir. No es razonable vivir encadenado al otro para evitar una posible
tragedia. La vida en esas condiciones no tendría sentido y el simple
planteamiento de una situación de esa naturaleza resulta absolutamente absurdo.
Además nadie puede hacerse responsable, de forma definitiva, de la vida de otro
salvo que se trate de un niño o de un demente y ello con matices y aceptando
que, incluso en esos casos, hay circunstancias que escapan a nuestro control y
no son, por tanto, previsibles.
Es igualmente imprescindible tener en cuenta un contexto más amplio que el
de la propia familia. Es éste un principio desculpabilizador que permite
entender, por una parte, que toda persona es libre y responsable de sus actos
y, por otra, que la matriz social en la que una persona toma sus decisiones no
está constituida exclusivamente por el entorno familiar.
Será también fundamental trabajar todo lo referente al complejo mundo de
los límites que las familias muy aglutinadas o fusionadas tienden
peligrosamente a diluir. Eso facilitará la comprensión de un “sí-mismo”
independiente y la responsabilidad de cada uno frente a ese “sí-mismo”. Habrá
que aprender a aceptar que cada uno es dueño de su propio destino y señor de
sus propias decisiones. Por lo tanto, el amor y la proximidad afectiva no
implican que uno deba sentirse corresponsable, y mucho menos culpable, de las
conductas que uno desaprueba en aquellos a quienes ama.
Un último recurso sería procurar que el culpabilizado caiga en la cuenta de
que él no le inculcó, en ningún caso, la idea suicida, ni le facilitó los
medios para ejecutar el suicidio, sino que, por el contrario, se esforzó por modificar su manera de ser, le
aconsejó lo mejor que pudo y sufrió y padeció a causa del carácter difícil del
difunto.
10.- Señalar, finalmente, como algo importante la necesidad de dar
tiempo al tiempo.Es tarea fundamental del terapeuta trasmitir
serenidad. Los procesos de duelo no pueden ni
ahorrarse, ni precipitarse porque cuando se cierran en falso se convierten en
fuente de patologías. La familia tendrá que comprender que no
existe receta mágica que pueda liberarle del dolor de la separación, máxime
cuando ésta ha sobrevenido de forma inesperada y violenta. Habrá que confiar en
el valor analgésico del paso del tiempo y en sus efectos terapéuticos.
J. J. RUIZ
Terapeuta familiar
Terapeuta familiar
También te puede interesar:
- Consecuencias psicológicas del
suicidio para la familia
- ¿Qué tipo de personas tiene
más riesgo de suicidarse?
- Primeros pasos para intervenir
en una crisis suicida
- ¿Qué es lo que siente y piensa
una persona con depresión?
- ¿Qué puede hacer la familia de
una persona con depresión para ayudarle?
Fuente: http://www.cuidatusaludemocional.com/suicidio.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario