Al mirar las estrellas en el firmamento despejado podemos reconocer fácilmente una verdad a la vez
totalmente simple y extraordinariamente profunda.
¿Qué es lo que vemos?
La luna, los planetas, las
estrellas, la banda luminosa de la vía láctea, quizás un cometa o hasta la vecina galaxia de Andrómeda a
dos millones de años luz de distancia.
Es correcto. Pero si simplificamos todavía más, ¿qué vemos? Objetos
flotando en el espacio.
¿Entonces de qué consta el universo? De objetos y espacio.
Cuando no enmudecemos totalmente al mirar el firmamento en una noche despejada es porque no
estamos mirando realmente y no tenemos conciencia de la totalidad de lo que hay en él. Probablemente
estemos mirando solamente los objetos y tratando de identificarlos.
Si alguna vez se sintió sobrecogido al
mirar el espacio, si experimentó una sensación de reverencia ante ese misterio incomprensible, es porque
renunció por un momento a su deseo de explicar y asignar nombres y tomó conciencia no solamente de los
objetos del espacio sino de la profundidad infinita del espacio mismo. Seguramente logró tranquilizarse lo
suficiente para tomar nota de la inmensidad en la cual existen esos mundos incontables. La sensación
sobrecogedora no se deriva del hecho de que haya miles de millones de mundos, sino del reconocimiento de
la profundidad que los alberga a todos.
Claro está que no podemos ver, ni oír, ni tocar, ni oler el espacio.
¿Entonces cómo sabemos tan siquiera si
existe?
Esta pregunta aparentemente lógica contiene un error fundamental. La esencia del espacio es el
vacío, de tal manera que no "existe" en el sentido normal de la palabra. Sólo las cosas, las formas, existen.
El hecho mismo de designarlo con el nombre de espacio puede ser engañoso porque, al nombrarlo, lo
convertimos en objeto.
Digámoslo de esta manera: hay algo dentro de nosotros que tiene afinidad con el espacio; es por eso que
podemos tomar conciencia de él.
¿Conciencia de él? Esto tampoco es completamente cierto porque ¿cómo
podemos tomar conciencia del espacio si no hay nada de lo cual tomar conciencia?
La respuesta es a la vez simple y profunda.
Cuando tenemos conciencia del espacio realmente no
tenemos conciencia de nada, salvo de la conciencia misma, del espacio interior.
¡El universo toma
conciencia de sí mismo a través de nosotros!
Cuando el ojo no encuentra nada para ver, la nada se percibe como espacio.
Cuando el oído no encuentra
nada para oír, el vacío se percibe como quietud. Cuando los sentidos, diseñados para percibir la forma, se
tropiezan con la ausencia de la forma, la conciencia informe que está detrás de la percepción y de la cual
emana toda percepción, toda experiencia posible, ya no se oculta detrás de la forma.
Cuando contemplamos
la profundidad inconmensurable del espacio o escuchamos el silencio en las primeras horas del amanecer,
algo resuena dentro de nosotros como en una especie de reconocimiento. Entonces sentimos que la vasta
profundidad del espacio es nuestra propia profundidad y reconocemos que esa quietud maravillosa es
nuestra más profunda esencia, más profunda que cualquiera de las cosas que conforman el contenido de
nuestra vida.
Los Upanishads, las antiguas escrituras de la India, apuntan hacia la misma verdad con estas palabras:
"Aquello que el ojo no puede ver, pero que hace posible que el ojo vea: sabed que no es otro que Brahma,
el espíritu, y no lo que la gente adora aquí. Aquello que no puede oírse con los oídos, pero que hace posible
que el oído oiga: sabed que no es otro que Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí... Aquello que
no puede pensarse con la mente, pero que hace posible que la mente piense: sabed que no es otro que
Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí".'
La escritura dice que Dios es conciencia informe y la esencia de lo que somos.
Todo lo demás es forma,
"lo que la gente adora aquí".
La realidad dual del universo, la cual consta de cosas y espacio (cosas y vacío), es también la nuestra.
Una vida humana sana equilibrada y fructífera es una danza entre dos dimensiones que conforman la
realidad: la forma y el espacio.
La mayoría de las personas están tan identificadas con la dimensión de la
forma, con las percepciones de los sentidos, los pensamientos y las emociones, que carecen de la otra mitad
vital. Su identificación con la forma las mantiene atrapadas en el ego.
Lo que vemos, oímos, sentimos, palpamos o pensamos es solamente la mitad de la realidad, por así
decirlo. Es la forma. Jesús hablaba en sus enseñanzas de "el mundo", mientras que la otra dimensión es el
"reino de los cielos o la vida eterna".
De la misma manera que el espacio hace posible que todas las cosas existan y de la misma manera que
sin el silencio no habría sonido, no existiríamos sin la dimensión vital informe que constituye la esencia de lo
que somos. Podríamos hablar de "Dios" si no hubiéramos abusado tanto de la palabra. Pero prefiero hablar
del Ser previo a la existencia.
La existencia es forma, contenido, "lo que sucede". La existencia es el
escenario de la vida; el Ser es el telón de fondo, por así decirlo.
La enfermedad colectiva de la humanidad radica en que las personas están tan inmersas en los sucesos,
tan hipnotizadas por el mundo de las formas fluctuantes, tan absortas en el contenido de sus vidas, que han
olvidado la esencia, aquello que está más allá del contenido, de la forma y del pensamiento. Están tan
sumidas en el tiempo que han olvidado la eternidad, la cual es su origen, su hogar y su destino. La eternidad
es la realidad viviente de lo que somos.
Digámoslo de esta manera: hay algo dentro de nosotros que tiene afinidad con el espacio; es por eso que
podemos tomar conciencia de él. ¿Conciencia de él? Esto tampoco es completamente cierto porque ¿cómo
podemos tomar conciencia del espacio si no hay nada de lo cual tomar conciencia?
La respuesta es a la vez simple y profunda.
Cuando tenemos conciencia del espacio realmente no
tenemos conciencia de nada, salvo de la conciencia misma, del espacio interior. ¡El universo toma
conciencia de sí mismo a través de nosotros!
Cuando el ojo no encuentra nada para ver, la nada se percibe como espacio. Cuando el oído no encuentra
nada para oír, el vacío se percibe como quietud. Cuando los sentidos, diseñados para percibir la forma, se
tropiezan con la ausencia de la forma, la conciencia informe que está detrás de la percepción y de la cual
emana toda percepción, toda experiencia posible, ya no se oculta detrás de la forma.
Cuando contemplamos
la profundidad inconmensurable del espacio o escuchamos el silencio en las primeras horas del amanecer,
algo resuena dentro de nosotros como en una especie de reconocimiento. Entonces sentimos que la vasta
profundidad del espacio es nuestra propia profundidad y reconocemos que esa quietud maravillosa es
nuestra más profunda esencia, más profunda que cualquiera de las cosas que conforman el contenido de
nuestra vida.
Los Upanishads, las antiguas escrituras de la India, apuntan hacia la misma verdad con estas palabras:
"Aquello que el ojo no puede ver, pero que hace posible que el ojo vea: sabed que no es otro que Brahma,
el espíritu, y no lo que la gente adora aquí.
Aquello que no puede oírse con los oídos, pero que hace posible
que el oído oiga: sabed que no es otro que Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí... Aquello que
no puede pensarse con la mente, pero que hace posible que la mente piense: sabed que no es otro que
Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí".'
La escritura dice que Dios es conciencia informe y la esencia de lo que somos. Todo lo demás es forma,
"lo que la gente adora aquí".
La realidad dual del universo, la cual consta de cosas y espacio (cosas y vacío), es también la nuestra.
Una vida humana sana equilibrada y fructífera es una danza entre dos dimensiones que conforman la
realidad: la forma y el espacio. La mayoría de las personas están tan identificadas con la dimensión de la
forma, con las percepciones de los sentidos, los pensamientos y las emociones, que carecen de la otra mitad
vital. Su identificación con la forma las mantiene atrapadas en el ego.
Lo que vemos, oímos, sentimos, palpamos o pensamos es solamente la mitad de la realidad, por así
decirlo. Es la forma. Jesús hablaba en sus enseñanzas de "el mundo", mientras que la otra dimensión es el
"reino de los cielos o la vida eterna".
De la misma manera que el espacio hace posible que todas las cosas existan y de la misma manera que
sin el silencio no habría sonido, no existiríamos sin la dimensión vital informe que constituye la esencia de lo
que somos. Podríamos hablar de "Dios" si no hubiéramos abusado tanto de la palabra.
Pero prefiero hablar
del Ser previo a la existencia. La existencia es forma, contenido, "lo que sucede". La existencia es el
escenario de la vida; el Ser es el telón de fondo, por así decirlo.
La enfermedad colectiva de la humanidad radica en que las personas están tan inmersas en los sucesos,
tan hipnotizadas por el mundo de las formas fluctuantes, tan absortas en el contenido de sus vidas, que han
olvidado la esencia, aquello que está más allá del contenido, de la forma y del pensamiento.
Están tan
sumidas en el tiempo que han olvidado la eternidad, la cual es su origen, su hogar y su destino. La eternidad
es la realidad viviente de lo que somos.
Hace algunos años, estando en China, tropecé con una estupa en la cima de una montaña cerca de Guilin.
Tenía unas letras doradas grabadas cuyo significado consulté a mi anfitrión. "Significa Buda", me respondió.
"¿Por qué hay dos caracteres en lugar de uno?" pregunté. "Uno significa 'hombre' y el otro significa 'no'. Los
dos juntos significan 'Buda'. Me quedé perplejo.
El carácter representativo de Buda contenía toda la
enseñanza de Buda y, para quienes tuvieran ojos para ver, contenía el secreto de la vida. Son esas las dos
dimensiones que conforman la realidad, lo que es y lo que no es: es decir, el reconocimiento de que no
somos la forma.
Extraído del Capitulo 7- Una Nueva tierra- Eckhart Tolle pag 90- 91